Pandillas y perdón

Líderes de la Mara Salvatrucha asisten a misa en el una cárcel de Ciudad Barrios, El Salvador. Image by © Edgar Romero/dpa/Corbis
Líderes de la Mara Salvatrucha asisten a misa en el una cárcel de Ciudad Barrios, El Salvador. Image by © Edgar Romero/dpa/Corbis
Benjamín Santos
Miembro de la Comisión Política del Partido Demócrata Cristiano de Honduras (PDCH)

 Una de las noticias  que más ha llamado la atención en la semana que termina es la iniciativa de monseñor Emiliani  para lograr  una aproximación entre las dos pandillas  que con su odio irreconciliable han dejado  un reguero de muertos dentro y fuera de Honduras. Monseñor y la mayoría de quienes han opinado  al respecto han insistido en que se trata de un proceso que apenas ha empezado  y que no hay que albergar esperanzas de corto plazo. La advertencia es saludable en un país cuya población está desesperada por soluciones inmediatas a sus grandes problemas y que por eso mismo va de frustración en frustración. Ningún problema que ha  nacido y crecido a lo largo de muchos años va a resolverse de la noche a la mañana.

La iniciativa de monseñor, fruto de su fe y su amor a Honduras, merece el respeto y apoyo de todos. Si no se logra  en su totalidad el objetivo, algo quedará. Los actores del proceso no son solamente la Iglesia y  las dos pandillas. La sociedad civil por medio de sus organizaciones más representativas ya se ha pronunciado  en el sentido de recibir a los jóvenes  rehabilitados  para darles oportunidades de trabajo. La gran pregunta es cómo llevarles asistencia psicológica y terapia ocupacional para  que los grupos involucrados en el proceso de rehabilitación  alcancen lo más pronto posible su reincorporación  a la sociedad.

Desde la cárcel los jóvenes  que proponen una reconciliación entre sus respectivas maras han pedido perdón a la sociedad, al Estado y a las familias que han sido víctimas de su actuar delictivo. ¿Quién deberá personarlos? Cuando se pide perdón alguien debe aceptarlo y actuar en consecuencia para que se produzca la reconciliación. En el marco de la fe cristiana el perdón y la reconciliación son pasos  previos  a una verdadera conversión. Eso ocurre y debe ocurrir en las relaciones interpersonales.   Más difícil resulta cuando el  proceso involucra a grupos: familias, grupos organizados, pandillas.  Pueden haber miembros del grupo dispuestos a involucrarse a fondo en un proceso que conduzca a la reconciliación, pero siempre habrá quienes se opongan y echen a perder el esfuerzo.

Lo que es fácil entre cristianos es un poco más difícil para la sociedad y los grupos que la integran y casi imposible para  el Estado que no puede negociar la aplicación  de la ley. Quien delinque debe ser castigado y la autoridad  que nos representa a  todos no puede dejar  de aplicar la ley. El Estado solo tiene autorización para perdonar  con dos mecanismos regulados legalmente: la amnistía por delitos políticos y comunes conexos más el indulto para el caso de delitos comunes en casos especiales y siempre en forma individualizada. El primer procedimiento corresponde al Congreso Nacional y el segundo al Poder Ejecutivo  como responsable del sistema penitenciario. Las maras  cuando actúan en el mundo del delito lo hacen  en el campo de  los delitos comunes contra la propiedad, contra la vida y la integridad física de las personas. No actúan, en consecuencia, por motivos políticos.

Nadie puede a priori poner en duda la sinceridad de los jóvenes pandilleros. Son hijos y padres o madres de familia. Han dicho que les preocupa el futuro de sus hijos.  Por  más pandillero que sea un joven  y por más consciente que esté del riesgo que corre, no podemos pensar que  ese es el único camino que quieren para su vida. Sin quererlo  o sabiéndolo se metieron en un  callejón sin salida  y ahora piden auxilio para salir de una actividad que produce satisfacciones pasajeras  al obtener dinero  aparentemente fácil, pero que a la larga se vuelve insoportable.  El ser humano fue creado para   la autonomía, para decidir su propio destino  y tomar control sobre sus actos, pero al ser absorbido por un grupo que decide la vida de sus  miembros, esa exigencia existencial se pierde. La vida en esas condiciones no tiene sentido y estamos seguros que quienes pretenden dejar esa vida lo hacen con  sinceridad.

¿Qué quieren en concreto los jóvenes pandilleros? Si lo que pretenden es que el Estado les ayude a rehabilitarse, el Estado tiene obligación de hacerlo, máxime si se ofrece algo tan valioso  como es un cambio de conducta. Lo que no puede hacer el Estado es  negociar la ley y su aplicación.

 

La Tribuna, 1 de junio de 2013

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