Hoy en día muchos están de fiesta, pues la minería solucionará todos sus problemas: el Presidente y el Ministro de Finanzas tendrán regalías para solventar sus aprietos fiscales; los candidatos contarán con abundante financiamiento para sus campañas; los alcaldes se regodearán en ingresos adicionales y poco fiscalizables; las agencias de publicidad tendrán nuevos clientes; y el sector privado tendrá una abundante fuente de inversión extranjera directa. Pero más allá de los conflictos territoriales y de los impactos ambientales de la minería –“pequeños detalles” que resolverán los ministerios de Gobernación y de Ambiente y Recursos Naturales, a golpes de bastón y sellos de aprobación– toda la sociedad guatemalteca debería estar reflexionando sobre una de las grandes paradojas de las Ciencias Económicas: La “maldición de los recursos no renovables”, también conocida como “la paradoja de la abundancia” (Paradox of plenty).
Descrita inicialmente por el economista Richard Auty en 1993 –y más recientemente analizada por Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz– la Tesis de la maldición de los recursos (The resource curse thesis) describe cómo los países aparentemente bendecidos con abundantes recursos mineros o petroleros quedan atrapados en un crecimiento económico débil, un pobre desempeño de desarrollo humano, una alta conflictividad social y una creciente corrupción política y gubernamental. En este punto de nuestra historia, todos nosotros –universidades, centros de investigación, periodistas, medios de comunicación, gremiales privadas, partidos políticos, y los departamentos de Análisis del Ministerio Público, la Contraloría General de Cuentas, Segeplan y la inteligencia del Estado– deberían estar estudiando las causas, los efectos y las posibles soluciones a la “maldición de los recursos no renovables”.
Entre las causas de esta “maldición” –documentadas histórica y económicamente en países tan diversos como Venezuela, Sudán o la República Democrática del Congo– están una reducción de la competitividad relativa de los otros sectores de la economía frente a la minería, la volatilidad de los precios de los recursos naturales en los mercados internacionales, las bajas regalías, el manejo ineficiente de los ingresos por los Gobiernos, y la debilidad y la corrupción de las instituciones del Estado.
Entre las consecuencias bien documentadas de esta “maldición económica” están los conflictos entre el Gobierno y su población; las guerras y los conflictos internos; la distorsión y el debilitamiento de la recaudación fiscal; la represión contra los esfuerzos de auditoría social del uso de los recursos provenientes de la minería; una revaluación de la tasa de cambio de la moneda local (con el consecuente encarecimiento y debilitamiento de las exportaciones no mineras); la dependencia de los precios internacionales; un endeudamiento público excesivo; una alta corrupción gubernamental; el clientelismo de los partidos políticos hacia las empresas transnacionales explotadoras de estos recursos; el irrespeto hacia los derechos de los Pueblos Indígenas y una violación sistemática de los derechos humanos de la población local.
Estos efectos negativos de la existencia de abundantes recursos mineros o petroleros han sido ampliamente documentados y estudiados por entidades tan diversas como el Worldwatch Institute, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos y el Centro para el Desarrollo Global. Por supuesto, todo esto es teoría, y no faltará alguien en nuestro querido país que acuse a un Premio Nobel de Economía y a todas estas instituciones, de terrorismo, incitación a la conflictividad y franca subversión. En medio de la fiesta, por supuesto, nadie quiere estudiar y analizar detenidamente las posibles consecuencias futuras de nuestras decisiones. Pero si Guatemala ya fue un modelo de laboratorio de la Guerra Fría con todos sus horrores, ¿por qué exponernos ahora a ser nuevamente un modelo perfecto y extremo de esta tesis histórico-económica? Después de todo, podemos ser de derecha, podemos ser de izquierda, podemos ser pro-minería y podemos ser anti minería, pero ante todo, tenemos la obligación de ser responsables: no podemos manejar a nuestro país como si estuviésemos jugando una partida de Monopoly.
En la conducción de la Nación –más allá de los aspectos financieros de un proyecto– debemos sopesar cuidadosamente las consecuencias políticas, socioeconómicas, institucionales y ambientales de nuestras decisiones, y estar siempre orientados por un anhelo de paz social y por la búsqueda del mayor bien común. Debemos avanzar hacia el futuro con mucho cuidado, pues como decían las abuelas, “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.
El Periódico, 11 de julio, 2013